
Blasphemous: cuando la penitencia se convierte en arte (y en videojuego)
En un mercado saturado de soulslikes y plataformas metroidvanescas, Blasphemous logró lo impensable: destacar. No solo por su estética impactante o su dificultad elevada, sino por haber creado un universo tan profundamente arraigado en la imaginería del catolicismo español que logró algo raro en el videojuego moderno: incomodar, provocar y fascinar a partes iguales.
Lanzado en 2019 por el estudio independiente sevillano The Game Kitchen, Blasphemous es un metroidvania que combina elementos clásicos de exploración y combate 2D con una atmósfera densa, barroca y opresiva, marcada por el dolor, la culpa y la redención. En su centro se encuentra el Penitente, un guerrero silencioso condenado a repetir un ciclo eterno de expiación en la tierra ficticia de Cvstodia, un reflejo distorsionado de la religiosidad extrema.
Lo que hace bien
Blasphemous brilla, ante todo, por su diseño artístico. Las animaciones hechas a mano, la arquitectura religiosa gótica, los enemigos inspirados en leyendas católicas y arte sacro, e incluso la música—una mezcla inquietante de guitarras flamencas, coros litúrgicos y silencios incómodos—crean una identidad audiovisual que pocos títulos pueden presumir. No hay duda: Blasphemous tiene una voz estética y narrativa propia.
El combate es también uno de sus puntos fuertes. Aunque no tan técnico como otros del género, su sistema de parrys, habilidades desbloqueables y movimientos precisos le otorgan profundidad. Además, su nivel de dificultad —exigente pero justo— recompensa la paciencia y la exploración minuciosa del mapa.
A nivel narrativo, destaca por cómo integra el lore. No se impone, se insinúa. Como en Dark Souls, la historia se construye a través de descripciones crípticas, encuentros ambiguos y personajes cargados de simbolismo. Para quienes disfrutan unir piezas dispersas y descubrir los secretos de un mundo castigado por el “Milagro”, Blasphemous ofrece una experiencia profunda y perturbadora.
Lo que hace mal
Sin embargo, Blasphemous no es intocable. Uno de sus mayores problemas es su ritmo de exploración. Aunque el mapa es extenso y lleno de secretos, puede volverse frustrante por la falta de indicadores claros, atajos poco intuitivos y retrocesos excesivos que ralentizan la progresión.
Asimismo, su historia, aunque rica en simbolismo, peca de hermetismo. No todos los jugadores están dispuestos a leer descripciones crípticas o interpretar metáforas teológicas para entender qué ocurre en Cvstodia. La ambigüedad es parte de su encanto, pero también su barrera de entrada.
Otro punto discutible es la variedad de enemigos y jefes. Aunque muchos son memorables por su diseño, otros caen en repeticiones o patrones demasiado simples, algo que resiente la segunda mitad del juego. Y si bien el combate es sólido, su sistema de progresión podría ser más dinámico: las mejoras se sienten limitadas y algunos poderes no tienen impacto real en la estrategia.
Una herejía que se volvió culto
Blasphemous no busca agradar a todos, y ese es quizá su mayor mérito. Se atreve a tocar temas que la mayoría de los juegos evita, sin caer en la burla ni en la parodia. Es un título donde la penitencia es literal, donde el dolor se transforma en narrativa, y donde cada sala y enemigo parecen salidos de un retablo medieval trastornado.
Pese a sus fallas técnicas y estructurales, Blasphemous es uno de los indies más valientes de los últimos años. Y con el lanzamiento de Blasphemous II, queda claro que su mundo de sangre, incienso y acero no fue una blasfemia fugaz, sino una plegaria lúgubre que sigue resonando en los pasillos oscuros del videojuego contemporáneo.

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