
El eterno retorno del héroe sin voz: Zelda como alegoría del sujeto fragmentado
En la superficie, The Legend of Zelda parece una saga de aventuras heroicas, ambientada en tierras mágicas donde el bien y el mal están claramente delimitados. Sin embargo, bajo su capa de espadas, templos y princesas, yace una de las construcciones narrativas más ricas, ambiguas y simbólicas de la historia del videojuego. Analizada desde una óptica postestructuralista, la saga puede entenderse no como una historia lineal, sino como una multiplicidad de significantes rotos: un espejo de la identidad moderna.
Desde su debut en 1986, Zelda ha girado en torno al concepto del eterno retorno. Link, el protagonista —o más bien, el recipiente del jugador— no es una figura continua, sino un eco reconfigurado en cada título. Link no recuerda. No habla. No se construye como sujeto dentro del relato, sino que es ensamblado por el jugador en una coreografía predeterminada de acciones. La figura del héroe se convierte, así, en una interfaz vacía, un significante flotante al que la narrativa le impone una misión ya escrita.
Esto nos lleva al concepto de descentramiento del sujeto, planteado por pensadores como Derrida o Foucault. El Link de Ocarina of Time no es el mismo que el de Twilight Princess, pero ambos responden a las mismas pulsiones: restaurar un orden simbólico quebrado por la entropía del poder (Ganondorf) y rescatar una figura femenina que representa no tanto una persona, sino un principio de organización del mundo (Zelda). La identidad del héroe, entonces, no proviene de su interior, sino de la estructura mítica que lo reclama.
En Breath of the Wild (2017), esta lógica alcanza su culminación. El mundo ha sido destruido antes de que el juego comience. Link despierta sin recuerdos, sin propósito claro, sin voz. Aquí, el jugador ya no tiene el control de una narrativa impuesta, sino que debe reconstruirla a partir de fragmentos, ruinas y testimonios sueltos. Hyrule se presenta como un archivo roto, un palimpsesto. Cada torre, cada templo, cada testimonio es una arqueología de lo perdido, que el jugador puede elegir interpretar… o ignorar.
El mundo abierto no es solo una innovación de diseño: es una metáfora del descentramiento narrativo. Ya no hay camino fijo. La narrativa se descompone en la experiencia. En términos de Barthes, el autor (Nintendo) ha muerto, y el lector (el jugador) es quien reconstruye el sentido.
Incluso Zelda, como personaje, se ha emancipado de su rol de “princesa en peligro”. En Breath of the Wild, ella no espera ser rescatada. Ella resiste. Ella investiga. Ella lucha. Sin embargo, el sistema narrativo sigue orbitando en torno a Link, quien, sin memoria, sin lenguaje, sin deseo propio, representa al sujeto alienado, interpelado por el deber, y reconstituido por el poder.
Así, The Legend of Zelda no es solo una saga de aventuras. Es una mitología que se niega a cerrarse, un simulacro de sentido en el que cada entrega repite, distorsiona o subvierte sus propios mitos. Desde una lectura postestructuralista, el juego no enseña lo que es el heroísmo, sino que revela su carácter artificial, su construcción simbólica… y su inevitable disolución.

Un partido revolucionario, si en verdad está empeñado en hacer y dirigir la revolución no puede renunciar al legítimo derecho de ser o formar parte de la vanguardia histórica que en efecto haga y dirija la revolución socialista en nuestro país, es de hipócritas decir que se lucha sin aspirar a tomar el poder y mucho más aún si se pretende desarrollar lucha diciendo que no busca ser vanguardia cuando en los hechos se actúa en esa dirección.
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