
El eterno retorno del western: el mito norteamericano que se niega a morir
A más de un siglo de su nacimiento, el western —ese género polvoriento lleno de pistoleros, saloons y duelos al atardecer— sigue cabalgando en la memoria colectiva del cine. Aunque muchos lo han dado por muerto tras su época dorada entre los años 40 y 60, el western nunca desapareció del todo: mutó, se disfrazó, se autorreflexionó… y, en más de una ocasión, volvió con fuerza.
El western es más que un género. Es la mitología fundacional de Estados Unidos contada en celuloide. Un relato que glorifica la expansión hacia el oeste, el individualismo extremo, la ley del más fuerte y la frontera como espacio de redención o condena. John Ford lo entendió bien: en sus películas, el paisaje es tan protagonista como los hombres, y la ley siempre está en tensión con la violencia.
Sin embargo, a medida que las heridas del siglo XX se hicieron visibles —Vietnam, los movimientos civiles, la desilusión con el Estado— el western comenzó a mostrar grietas. Clint Eastwood, primero como “el hombre sin nombre” en los spaghetti westerns de Sergio Leone y luego como director en Unforgiven (1992), transformó al vaquero en un símbolo desgastado por el remordimiento. El western dejó de ser una celebración para convertirse en una elegía.
Películas como Dead Man de Jim Jarmusch (1995), The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford (2007) de Andrew Dominik o The Power of the Dog (2021) de Jane Campion han recuperado la estética del género para desmantelarlo desde dentro. En ellas, la frontera ya no es una promesa, sino un abismo; el vaquero ya no es héroe, sino ruina.
Lo fascinante del western es que nunca desaparece, solo cambia de forma. Tarantino lo reinterpretó con sangre y venganza en Django Unchained, y los hermanos Coen con existencialismo en No Country for Old Men. Incluso Logan (2017), basada en los cómics de X-Men, es, en el fondo, un western crepuscular disfrazado de ciencia ficción.
¿Por qué sigue regresando el western? Tal vez porque representa un conflicto aún irresuelto: la tensión entre civilización y barbarie, entre justicia y venganza, entre el orden y la brutalidad. O tal vez porque, como todo mito, tiene una estructura lo suficientemente poderosa como para adaptarse a cualquier tiempo y lugar.
Hoy, el western se filma en Corea del Sur, en México, en Australia. Se mezcla con el horror, la comedia negra o el cine político. No necesita caballos ni desiertos, solo necesita una frontera —real o simbólica— que lo mantenga vivo.
Así que mientras haya injusticias por ajustar cuentas, paisajes abiertos donde proyectar nuestras angustias, y personajes que caminen entre la ley y la anarquía, el western no morirá. Porque más que un género, es un eco cultural que cabalga —herido, cansado, pero firme— por los márgenes del cine contemporáneo.

Un partido revolucionario, si en verdad está empeñado en hacer y dirigir la revolución no puede renunciar al legítimo derecho de ser o formar parte de la vanguardia histórica que en efecto haga y dirija la revolución socialista en nuestro país, es de hipócritas decir que se lucha sin aspirar a tomar el poder y mucho más aún si se pretende desarrollar lucha diciendo que no busca ser vanguardia cuando en los hechos se actúa en esa dirección.
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