
La cámara como arma: cómo el cine ha retratado las revoluciones a lo largo de la historia
Desde sus primeros pasos en la pantalla grande, el cine no solo ha servido para entretener, sino también para documentar, cuestionar y hasta reescribir la historia. Dentro de ese amplio espectro, las revoluciones han sido uno de los temas más complejos y poderosos representados por el séptimo arte. Ya sea desde la mirada de los oprimidos, de los líderes carismáticos o de los sistemas que intentan mantenerse en pie, el cine ha retratado una y otra vez el estallido de los pueblos como un fenómeno tan violento como inevitable.
Una de las películas fundacionales en este sentido es El acorazado Potemkin (1925) de Serguéi Eisenstein, obra maestra del cine soviético que no solo narra una revuelta naval, sino que revolucionó el lenguaje cinematográfico con su montaje vertiginoso. Lejos de ser solo propaganda, la película expone el dolor colectivo y la fuerza del pueblo como un ente activo que irrumpe en la historia. Su célebre escena de la escalera de Odesa es mucho más que un momento icónico: es la condensación del sufrimiento y la determinación popular.
Décadas después, La batalla de Argel (1966), de Gillo Pontecorvo, elevó aún más el estándar del cine político. Rodada en un estilo semidocumental, la cinta recrea la lucha por la independencia de Argelia frente al colonialismo francés, retratando la brutalidad de ambos bandos y evitando glorificaciones. Es incómoda, áspera, pero profundamente humana. Tanto es así, que el Pentágono proyectó la película en 2003 para entender cómo operan las guerrillas urbanas.
En América Latina, cineastas como Fernando Solanas con La hora de los hornos (1968) y Jorge Sanjinés con La nación clandestina (1989) usaron el cine como medio de denuncia contra dictaduras y desigualdades históricas. Estas películas no sólo retratan las revoluciones: son parte de ellas. Se filmaban en la clandestinidad, se exhibían en círculos militantes, y buscaban más que espectadores: buscaban cómplices.
Incluso en el cine contemporáneo de ficción, las revoluciones siguen siendo terreno fértil. V de Venganza (2005), aunque basada en un cómic británico y ambientada en un futuro distópico, se convirtió en símbolo real de protestas a nivel mundial. Su estética y mensaje han sido adoptados por movimientos como Anonymous o los Indignados en España, demostrando cómo el cine puede salir de la pantalla e incrustarse en la realidad.
Y es que cuando una película logra articular la rabia colectiva, la esperanza de cambio o la denuncia del poder, deja de ser sólo una obra artística para convertirse en un acto político. Por eso, hablar de cine y revoluciones no es hablar del pasado: es hablar del presente que arde y del futuro que aún no se filma.
El cine, como la revolución, no pide permiso. Sólo se dispara.

Un partido revolucionario, si en verdad está empeñado en hacer y dirigir la revolución no puede renunciar al legítimo derecho de ser o formar parte de la vanguardia histórica que en efecto haga y dirija la revolución socialista en nuestro país, es de hipócritas decir que se lucha sin aspirar a tomar el poder y mucho más aún si se pretende desarrollar lucha diciendo que no busca ser vanguardia cuando en los hechos se actúa en esa dirección.
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